domingo, 6 de abril de 2014
Carolina
Se llamaba Carolina, y era tan dulce como aquella canción de Neil Diamond. No era la más guapa, pero era de esas que te inspiran las poesías más bonitas. Porque no importaban de qué color eran sus ojos, sino sólo que, cuando te miraban, tenías la sensación de estar a diez mil kilómetros de los problemas. Y yo quería ser ermitaño en su cuerpo. Retirarme allí a donde sólo me preocupase alimentarme de su boca. Porque Carolina detenía el tiempo y lo aceleraba. Porque Carolina siempre llegaba demasiado tarde, aunque llegase antes de lo acordado. Y sucedió como suceden las cosas que no se improvisan, con esa magia que tiene lo inolvidable. Carolina llegó un lunes por la tarde, con una de esas sonrisas que le dan un sentido a todo. Tenía pecas y el pelo rizado. Tenía las piernas largas como trampolines. Y cuando Carolina fumaba, cerraba los ojos, como si estuviese besando algún recuerdo. Yo me quedaba mirándola, como cuando uno ve una estrella fugaz y pide un deseo. “Acércate más, Carolina. Mírame, sonríe, dime que me echas de menos”. Y cuando me abrazaba con todas sus fuerzas, como si quisiera romperme, me iba arreglando. La tocaba. Lentamente la tocaba, mi mano iba andando por su piel como cuando uno camina disfrutando de un atardecer. Lentamente. Relamiendo cada centímetro como si estuviese descubriendo un nuevo planeta. Y luego hacíamos el amor. Y lo deshacíamos. Y lo volvíamos a hacer. Y así, porque no todas las rutinas matan tanto. Ay, dulce Carolina, good times never seemed so good…
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Suspiros olvidados